Los días que no quiero ver a nadie son aquéllos cuando veo a todos.
Y en los días que estoy de buen humor y quiero verlos, de alguna u otra manera todos provocan que, al llegar la noche, cambie de opinión.
De los siete días que tiene la semana, sólo en uno tengo ánimos de convivir con amigos, conocidos, y con la gente que por cualquier motivo estoy obligado a tratar; como la cajera del súper o el despachador de la tienda o el chófer del transporte público.
El resto de la semana, quisiera permanecer encerrado en mi habitación. No salir ni un instante, ni siquiera al baño o a la cocina donde está el refri con mis cervezas y el sobrante de la pizza del día anterior.
Hoy fue uno de esos días.
Comenzó a las 6 de la mañana, cuando mi madre puso a todo volumen el noticiero de la radio, y gritándome que me apurara a bañar porque ella también lo haría.
No conforme con hacer el trabajo de ese invento llamado despertador, mi madre me presionaba para comer los huevos revueltos con jamón que preparó, antes de que se enfriaran, justo cuando las primeras gotas de la regadera caían sobre mí.
Al buscar una cerveza para calmar la sed que la resaca generó, me doy cuenta de que el resto de la pizza no está en el refri y, automáticamente, la buscó en el bote de basura pues era un hecho que la encontraría ahí.
Adelantándose a mis reclamos, mi madre se defiende con el único argumento que por años ha utilizado, de que esa no es comida de verdad, y que necesito alimentarme bien.
Tratando de no discutir tan temprano, destapo la botella de cerveza y le doy un trago. Pero antes de darle otro, ella me arrebata el envase y vierte en el fregadero el contenido.
Mantengo la calma. Abro el refri y saco otra botella. La destapo y acerco a mi boca.
De nuevo, su mano se interpone en el proceso de curación de la cruda.
Sé que sólo queda una, la cual no tendrá el mismo destino de las anteriores. Así que le advierto no hacer eso otra vez.
Sin embargo, confiada en que es la autoridad de la casa por el simple hecho de ser mi madre, saca la cerveza antes que yo, le quita la corcholata y manda al desagüe mi medicina.
“Terminate el desayuno, vas a llegar tarde a la escuela”, expresa antes de refugiarse en el baño, evitando una discusión.
En venganza, que más bien era justicia, tome el único billete de 500 pesos que había en su bolso, dejándole unas cuantas monedas que no sumaban ni los 30 varos.
Al salir de casa, obvio no lo hice con la intención de irme a la escuela, sino para que ella así lo creyera.
Agazapado en una de las bancas del parque cercano a la casa, media hora después observó a mamá caminando a la parada y tomar el autobus.
Antes de regresarme al hogar, busqué una tienda donde comprar otras cervezas para atacar la cruda.
Ésta se me quitó más por la larga caminata que hice para hallar una tienda abierta y donde al encargado no le importara el horario ni la ley que prohíbe la comercialización de este producto.
Ya en casa, pronostiqué un excelente día. Pero al asomarme a la calle, para ver quién tocaba la puerta tercamente, casi a golpes, mi predicción resultó errónea.
Margarita, compañera de clase, se mostraba feliz al confirmar que su intuición de encontrarme en casa y no en la escuela era así.
Sus ganas de hablar sin descanso, contrastaban con las mías de permanecer callados, viendo al techo.
Tras unos 10 minutos de soportar su perorata, le dejé el control de la televisión y el estéreo para que se entretuviera mientras yo me encerraba en mi cuarto con otra cerveza.
No supe si utilizó su celular o el teléfono de casa, pero una hora después, en la sala de mi casa, Margarita ya era la anfitriona de una improvisada fiesta para sus amigas.
Conté a cuatro chicas y a Margarita, buscando entre los CD’s de mi madre algo para amenizar esta reunión.
Al mismo tiempo que le daba un trago a una nueva cerveza, que es por lo que bajé a la cocina, Margarita me presentaba a sus amigas, a quienes les dí la espalda a modo de saludo, regresando a mi encierro.
A pesar de que su escandalo me perturbaba, al poco rato logré olvidarme de éste, manteniendo la mirada en el techo.
Por un instante, logré que mi mente dejara la tierra y se paseara por el universo, hasta que los golpes en mi puerta me regresaron a mi cuerpo sobre la cama.
Margarita, al disculparse por la interrupción, me informó que había alguien al teléfono preguntando por mi.
Salí a atender la llamada. En realidad, sólo fui a colgar la bocina y regresé a mi lugar en la cama, intentando perderme en el universo una vez más.
Parecía que el mundo no estaba dispuesto a permitir mi salida pues, 15 minutos más tarde, el “toc toc” en la puerta posponía el viaje.
En el pasillo, Bruno me reprochaba por no invitarlo a la fiesta y colgarle el teléfono.
Para perdonármelo, según él, una botella de ron que tenía en la mano era la mejor forma de olvidar esto, y de paso, fue su boleto de entrada a la sala de mi casa.
Una vez solo, se me dificultó salir al universo, como hiciera antes, generando ese sentimiento de derrota por no lograrlo.
Intentando relajarme, fui por otra cerveza.
Al cruzar la sala, vi que las cinco chicas cubrían el cuerpo de Bruno, quien estaba sin ropa ya, con sus manos y caras, con besos y caricias.
La escena no me perturbó en lo absoluto. Pero descubrir que ya no había cervezas, sí.
Evidentemente, nadie de los que estábamos en esa sala tenía deseos de salir a la calle, aunque los motivos fueran distintos, así que tomé la botella de ron pues como iban las cosas, a ellos no les importaba.
Y, ocupados en nuestras cosas, parecía que la salida al universo era cuestión de minutos.
Los golpes en la puerta de la calle, me hicieron ver que, definitivamente, el mundo no quería que me fuera.
Ignorado por las visitas, quienes no se molestaron en abrir la puerta como les pedía, dí la bienvenida a dos sujetos que preguntaban por Bruno.
Señalé la sala y subí a mi habitación.
Antes de recostarme, noté que la luz solar ya no entraba por la ventana, me asomé para ver en que parte se encontraba, dándome cuenta de lo avanzado del día.
Todavía no llegaba a mi cama, cuando ya la puerta del cuarto sonaba una vez más. Los dos tipos preguntaban por el ron que tuve darles, luego de vaciar lo suficiente en un vaso.
Y si todo esto no era suficiente para entender que el mundo no quería que me fuera a la cama y que viajara por el universo, mirando el techo; el maldito “toc toc” en la puerta principal se sumaba al mensaje.
Una de las vecinas amenazó con acusarme sino le bajaba al escándalo, es decir la música, que desde hace horas teníamos.
No acostumbro azotar la puerta en respuesta a este tipo de advertencias. Así que no lo hice. Cerré, no obstante, sin decirle una palabra a la vieja apestosa.
Inmediatamente después, fui a la sala a bajar el volumen del estéreo y, de paso, tomé la botella de ron pues ninguno de los 8 que ahí estaban tenía en mente alcoholizarse; la orgía lo dejaba claro.
No llegaba a mi cuarto, cuando la puerta de la calle sonó una vez más…
A la vecina no le bastó conque le bajara a la música; fue un insulto para ella que le cerrara la puerta, al grado de solicitar el apoyo de la policía.
Dos uniformados, escuchaban las acusaciones de la vecina, dándose cuenta de lo estúpidas que eran. Pero como representantes de la ley, se vieron obligados a llamarme la atención.
Ni siquiera mi compromiso con la autoridad calmó a la desgraciada esa. Antes de que se retiraran todavía denunció que yo era un vago, alcohólico y hasta drogadicto que nomás le hacía la vida de cuadritos a mi mamá.
Me esperé a que los policías se dieran la vuelta, antes de cerrar la puerta.
Pero apenas lo hice, ésta se abrió.
Mi madre escuchaba las quejas de la vecina, y ambas eran observadas a distancia por el par de policías, quienes al parecer decidieron esperar por si algo ocurría.
La ponzoña de la vecina causó un efecto inmediato en mi madre, quien casi corrió a la sala para sacar a base de mentadas a las 8 personas que, apuradamente se ponían la ropa, aunque ésta no fuera la suya.
Las dos mujeres todavía intercambiaron las impresiones del incidente, a un lado de la entrada, en tanto que los uniformados abordaban su patrulla, retirándose del lugar sin contener las risas que el momento ameritaba.
Una vez en mi habitación, contemplé el horizonte que un sol en picada todavía iluminaba, y me tendí sobre la cama.
En representación de todo el mundo que no quería dejarme viajar por el universo, mi madre ya no se ayudó de puerta alguna para solicitar mi presencia, simplemente me gritó ordenando que bajara a la sala.
Recordando las miles de veces como se dan estas discusiones, preferí evitarla en esta ocasión y continúe en la cama con la mirada al techo.
Eran tantas las ganas por viajar como había hecho horas atrás, que rápidamente logré concentrarme en mi objetivo.
Y estaba a punto de llevar a mi mente por ese basto universo, cuando la puerta golpeada por mamá, interrumpió el despegue.
Definitivamente, el mundo no quería dejarme solo por un día, así que salté por la ventana para dejarlo por siempre.
Pudo más el mundo que mi voluntad pues aquí sigo, a unos minutos de que acabe uno de los seis días de la semana que preferiría no salir de mi cuarto. Aunque por fin logré que me dejaran solo en la cama, en este cuarto de hospital.
lunes, 29 de junio de 2009
jueves, 11 de junio de 2009
DESPUES DE LA CRUCIFIXION
Por momentos, pareciera que soy el mismo intento de escritor que nació en 1989, en un salón de clases.
Aquél que en su tercer año de secundaria, en los últimos días de esa etapa de formación, los últimos días del ciclo escolar, al hacer un ejercicio que el orientador (Juventino se llamaba) le dejo a unos 50 alumnos, escribió su primera obra.
El ejercicio fue escribir un texto utilizando unas 15 palabras que el orientador apuntó en el pizarrón.
En una hoja cuadriculada, que después sería guardada en la carpeta donde estaban recopilados los apuntes y tareas del resto de las materias cursadas ese año, escribió una historia de suspenso con los compañeros de grupo como personajes.
Ese primer cuento tuvo una segunda parte…
Después, salieron otras historias…
Veinte años después, el teclado de una lap sustituyó a la pluma y la máquina de escribir.
En lugar de una hoja en blanco, tamaño carta, una pantalla se llena de las letras, palabras y frases que un cerebro atrofiado transmite.
No existe una carpeta que conserve los textos. Ahora es el disco interno de la lap que me ayuda a almacenar todo lo que escribo, y de paso es una confiable memoria que jubiló a la de mi cerebro, porque ya no hace bien su chamba.
“Mario el Destripador” fue el título de mi primera historia. No llevo la cuenta de todo lo escrito en 20 años; al contrario, ya ni recuerdo de qué tratan la mayoría de esas historias.
Cuando por algún motivo reviso la carpeta donde concentro mis chaquetas mentales, me esfuerzo para recordar qué escribí y por qué lo titulé así.
Sé que muchos textos los perdí porque sólo quedaron en papel, nunca los “reescribí” para guardarlos en una computadora… mi memoria no sabe dónde quedaron esos folders y carpetas que recopilaron gran parte de mis relatos.
Me consuela la idea de que alguien al que le haya llegado una de las copias, de cualquiera de mis historias, se la acredite y publique en un libro, o haga un guión cinematográfico, que le valga el reconocimiento de la gente.
Si ocurre, no le diré a nadie que fui plagiado… seguramente ni me acordaré de que yo escribí esa obra…
Por momentos, pareciera que soy el mismo intento de escritor de hace veinte años.
Pero son menos las chaquetas, son menos las historias.
Hace veinte años eran más las ganas de escribir, que la experiencia. Ahora es más la experiencia, pero poco ánimo para teclear.
Curiosamente, todos los días mis dedos teclean para darme de comer. Es decir, no he dejado de escribir.
Escribo, pero ya no las chaquetas mentales.
Escribo, y tengo más lectores que antes.
Escribo historias, historias que son parte de una gran historia…
Como en una novela, tengo personajes principales y secundarios e incidentales; tengo un espacio donde se desarrolla la trama, y un ambiente, y un tiempo.
Pero esta historia ya no sale de mi cerebro, de mi imaginación. Son otros los que me la están dictando.
Je je je, por momentos, pareciera que soy el mismo intento de escritor que nació en 1989.
El intento de escritor de hace veinte años, escribió porque alguien lo obligó a hacerlo.
El intento de escritor de ahora, escribe porque está obligado a hacerlo.
El intento de escritor de hace veinte años, cuando se dio cuenta de que era bueno en su labor, siguió escribiendo.
El intento de escritor de ahora, se acaba de dar cuenta de que sigue escribiendo, pero ya no sabe si es bueno en su labor.
Hace veinte años, cuando escribí mi primer cuento, no pensé que seguiría haciéndolo.
Hace un rato, cuando escribí mi última nota, no pensé cuánto tiempo seguiré así.
La semana pasada, cuando escribí mi último cuento, me di cuenta de que aún tengo chaquetas mentales para rato.
El intento de escritor que nació hace veinte años, hoy sigue siendo un intento… pero hoy, esta noche, acaba de recordar por qué le gusta escribir.
Aquél que en su tercer año de secundaria, en los últimos días de esa etapa de formación, los últimos días del ciclo escolar, al hacer un ejercicio que el orientador (Juventino se llamaba) le dejo a unos 50 alumnos, escribió su primera obra.
El ejercicio fue escribir un texto utilizando unas 15 palabras que el orientador apuntó en el pizarrón.
En una hoja cuadriculada, que después sería guardada en la carpeta donde estaban recopilados los apuntes y tareas del resto de las materias cursadas ese año, escribió una historia de suspenso con los compañeros de grupo como personajes.
Ese primer cuento tuvo una segunda parte…
Después, salieron otras historias…
Veinte años después, el teclado de una lap sustituyó a la pluma y la máquina de escribir.
En lugar de una hoja en blanco, tamaño carta, una pantalla se llena de las letras, palabras y frases que un cerebro atrofiado transmite.
No existe una carpeta que conserve los textos. Ahora es el disco interno de la lap que me ayuda a almacenar todo lo que escribo, y de paso es una confiable memoria que jubiló a la de mi cerebro, porque ya no hace bien su chamba.
“Mario el Destripador” fue el título de mi primera historia. No llevo la cuenta de todo lo escrito en 20 años; al contrario, ya ni recuerdo de qué tratan la mayoría de esas historias.
Cuando por algún motivo reviso la carpeta donde concentro mis chaquetas mentales, me esfuerzo para recordar qué escribí y por qué lo titulé así.
Sé que muchos textos los perdí porque sólo quedaron en papel, nunca los “reescribí” para guardarlos en una computadora… mi memoria no sabe dónde quedaron esos folders y carpetas que recopilaron gran parte de mis relatos.
Me consuela la idea de que alguien al que le haya llegado una de las copias, de cualquiera de mis historias, se la acredite y publique en un libro, o haga un guión cinematográfico, que le valga el reconocimiento de la gente.
Si ocurre, no le diré a nadie que fui plagiado… seguramente ni me acordaré de que yo escribí esa obra…
Por momentos, pareciera que soy el mismo intento de escritor de hace veinte años.
Pero son menos las chaquetas, son menos las historias.
Hace veinte años eran más las ganas de escribir, que la experiencia. Ahora es más la experiencia, pero poco ánimo para teclear.
Curiosamente, todos los días mis dedos teclean para darme de comer. Es decir, no he dejado de escribir.
Escribo, pero ya no las chaquetas mentales.
Escribo, y tengo más lectores que antes.
Escribo historias, historias que son parte de una gran historia…
Como en una novela, tengo personajes principales y secundarios e incidentales; tengo un espacio donde se desarrolla la trama, y un ambiente, y un tiempo.
Pero esta historia ya no sale de mi cerebro, de mi imaginación. Son otros los que me la están dictando.
Je je je, por momentos, pareciera que soy el mismo intento de escritor que nació en 1989.
El intento de escritor de hace veinte años, escribió porque alguien lo obligó a hacerlo.
El intento de escritor de ahora, escribe porque está obligado a hacerlo.
El intento de escritor de hace veinte años, cuando se dio cuenta de que era bueno en su labor, siguió escribiendo.
El intento de escritor de ahora, se acaba de dar cuenta de que sigue escribiendo, pero ya no sabe si es bueno en su labor.
Hace veinte años, cuando escribí mi primer cuento, no pensé que seguiría haciéndolo.
Hace un rato, cuando escribí mi última nota, no pensé cuánto tiempo seguiré así.
La semana pasada, cuando escribí mi último cuento, me di cuenta de que aún tengo chaquetas mentales para rato.
El intento de escritor que nació hace veinte años, hoy sigue siendo un intento… pero hoy, esta noche, acaba de recordar por qué le gusta escribir.
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