Por Fernando Morcillo
La cosmogonía maya nos enseña que la historia es cíclica y por eso el calendario es un círculo que después de 52 años comienza otra vez.
Así como, los mayas, un pueblo errante y caminante que se instaló en diversas ciudades y desapareció, el Atlante ha cabalgado en busca de un hogar.
Esto no tiene nada de malo, la misma historia quintanarroense me ha enseñado, porque he sido parte de ella, que la mayoría de los que acá vivimos somos errantes en busca de un hogar, una tierra donde instalarnos.
Los potros de hierro llegaron apenas hace sies meses, quién lo iba a imaginar, que tendríamos equipo de fútbol.
Quién lo iba a imaginar que serían los campeones.
Por mi parte, yo soy puma desde que estaba en la cuna y con pumas yo me voy hasta la tumba.
Los potros dieron una alegría a muchos, es verdad, a otros más sí que nos dolió.
Pero las derrotas se aceptan y ésta la aceptó como la acepté hace dos años cuando el Boca Juniors nos ganó una final internacional.
La acepté como otras que el América nos ganó hace ya varios años.
Pero lo que yo no aceptó es que gente que se dice quintanarroense y ahora hasta atlantista, haya celebrado una victoria que no les correspondió.
Donde yo ví el partido, éramos unas 10, 15, personas con camisetas y gorras. Y más de medio centenar de gente que celebró al Atlante al anotar los goles y coronarse.
Bien, esa era gente que el miércoles pasado estaba molesta por perder otra final, gente que una semana atrás estaba molesta por quedar fuera de la final y que hace quince días estaba molesta por quedar fuera de las semifinales. Veletas les dicen por acá.
Es decir, había agente que celebró un sólo día la victoria y a quienes yo les preguntó, donde estaban el 11 de agosto cuando el mismo equipo le ganó a los Pumas.
Dónde estaban, cuándo el potro perdió el invicto.
Con quién estaban hace una semana o hace quince días.
Otro ejemplo, el 11 de diciembre del 2004, yo me encontraba en la ciudad de México, en el Ángel de la Independencia del Paseo de la Reforma, gritando y cantando y diciéndole a los que iban a cantar las mañanitas a la Virgen de Guadalupe, que el festejo era más allá.
Todos los que ahí celebrábamos portábamos una camiseta, una bufanda o chamarra para el frío, pero siempre dos colores. Azul y Oro.
Anoche, en la tele observaba que los que bailaban y cantaban en la glorieta del Cebiche la mitad de ellos sí tenían los colores del equipo.
Y la otra mitad?
Acaso se les olvidó que era la final?
La lavandería no entregó a tiempo esos uniformes?
Y lo mismo en Playa, cuando regresaba a casa por la Quinta avenida, sólo ví playeras Pumas, y gente sin uniforme que celebraba una victoria ajena, si acaso unos dos o tres que sí la tenían y a quienes se los reconocí.
Como se lo reconocí por teléfono a un viejo amigo y que siempre ha estado enfundado en esa camiseta.
Llegué a Quintana Roo hace 9 años, y con el paso del tiempo me he aprendido el himno al estado, porque ya me pusé esta camiseta que se llama Quintana Roo.
Pero también tengo arraigado el himno de la Universidad, el que se canta en cada juego en CU; como el himno nacional.
La gente que ayer celebraba, puedo asegurar que ni el 20 por ciento sabe siquiera que quien compuso el himno a Quintana Roo se llama Ramón Suárez Caamal, mucho menos la letra.
Ahora yo le preguntó a esa gente que anoche celebró, ¿para el próximo torneo se pondrá la camiseta que no uso anoche, o le seguirá fiel a sus colores y a esperar que nuevamente el Atlante les dé la satisfacción que su equipo no les dió?
Si en verdad se identificaron con el potro errante, aquél que desde su último campeonato pasó del azulgrana al azteca, a Ciudad Deportiva y hasta por Neza para regresar al estadio Azteca antes de llegar a Cancún, me parece que debieron hacerlo desde antes y no desde anoche.
Y nuevamente reconozco al campeón, el que se lo ganó y a la gente que sí lo siguió, pero yo no reconozco a quienes anoche cantaron una victoria que no fue suya, porque “Por una copa yo no cambio el corazón; borracho soy, qué loco soy”.
domingo, 9 de diciembre de 2007
jueves, 29 de noviembre de 2007
JUGAREMOS A MORIR
POR FERNANDO MORCILLO
Si te vas a llevar con la muerte, te vas a llevar.
Te vas a llevar y te vas a aguantar, y no me refiero a esos juegos infantiles donde el que la cagaba tenía que aguantar la pamba y la patiza de los demás; donde el que ponía apodos estaba sujeto a ser llamado el “Chilaquil”, el “Tompiates” o el “Soruyo chintololo”.
Si te llevas con la muerte, tendrás que aguantar carrilla y de la fuerte donde las lágrimas no significan que te retiras del juego.
Esto te lo digo porque se me ocurrió jugar con ella, te lo digo porque ya vi tus intenciones de intentarlo, pero de antemano te advierto que no le ganas.
Te lo digo acá entre nos, no pa’ que se lo cuentes a otros sino para que de aquí no salga.
Y te lo digo porque tú sí conociste a Mayra, la que era mi esposa.
Sí, aquella que me dejó por el Javier, cuando al tipo lo ascendieron a gerente en el súper.
Ese día, cuando me mandó al carajo, yo tomé más de lo habitual. No sólo tomé más, también lo combiné; mi estómago recibió una mezcla de chela con vodka y tequila, creo que hasta wisky y gin.
Tomé hasta morir porque quería morir e invoqué a la muerte para esto.
Creerás que la desgraciada escuchó mi petición.
Ella paso por mi casa en la noche, unas horas despúes que inicie con la tomada, yo salí del antro con el único propósito de llegar a mi casa, a la hamaca. No a dormir, por supuesto, sino a enredarla en mi cuello y que mi voluntad hiciera el resto.
Iba bien, a pesar de que el oxígeno ya no llegaba a mis pulmones, no tenía la intención de ponerme de pie para aflojar la presión…
Fue cuando sentí un golpe en la espalda, no muy fuerte, pero lo suficiente para sacarme de la labor que me ocupaba.
No te puedo describir cómo era el ente, porque estaba a mi espalda, obligándome a ver al frente, sin poder girar el cuello para verla.
Pero sí la escuchaba, una voz como cualquier otra, ni siquiera que me susurrara al oído para sentir el vacío de su aliento, era como yo te hablo ahora.
“Jugaremos a morir”, fue lo primero que dijo, “¿quieres jugar?”
No me preguntó por qué quería quitarme la vida, sólo si quería jugar.
“Sí”, qué más daba si el resultado al final sería el mismo para mí.
Por eso no me detuve a pensar o meditar cuál era el propósito del juego, lo acepté así sin más.
Y eso fue lo único que hablamos, cuando pude girar el rostro ya no había más que mis muebles de siempre, las botellas que deje regadas en el suelo cuando entré a mi cuarto y mi perro “Slapy”, tieso y con las patas estiradas.
Al recoger al perro, para dejarlo en algún terreno, observé que un hueso se le había atorado en el gañote lo que provocó que muriera de asfixia.
Ya no regresé al trabajo, confiado en que en cualquier momento donde me atrapara la muerte bienvenida sería.
Pase varias horas encerrado en la habitación, sin comer o tomar líquido alguno, pero no ocurría nada y desesperé y morí, pero de aburrimiento.
Salí a la calle con el mismo ánimo con el que la noche anterior había entrado a casa.
Por eso, al llegar a la avenida, no me importó la luz en rojo ni los claxons advirtiendo el riesgo que corría.
Lo último que vi fue el frente de un carro que me empujaba y hacía volar algunos metros…
Cuando recobré el conocimiento seguía en mi cuarto, en mi hamaca.
Pareciera que no salí y que fui presa de un sueño de lo más real.
La tele estaba encendida, pero tampoco recordaba si la había prendido. Transmitían el noticiero y en este hablaban de un accidente en el que una persona había perdido la vida cuando un vehículo no respeto el alto del semáforo e impactó a una persona de 24 años, originario del Distrito Federal y que en vida respondió al nombre de Rubén Estrada, de acuerdo con su credencial de elector.
Rubén era mi hermano. Aún no entendía que hacía él en mi lugar.
El sonido del celular me impidió que lo pensara un poco.
Mamá, desconsolada, me informaba lo que recién vi en el televisor.
No fui al velorio ni al entierro, no me sentía con animos de ver a la gente llorar para hacerme a la idea de cómo lo harían cuando se enteraran que tomé el conocido “atajo”.
En cambio salí al súper a comprar algo de alcohol porque eso de esperar sin nada a la muerte era aburrido en extremo.
En el súper compré dos tequilas y una canastilla de cerveza, lo cual consideraba suficiente para que llegara la muerte a recogerme.
No esperaba ver a Mayra en la caja por lo que acerté a decir que ni siquiera la habían ascendido a jefa de cajeras.
A cambio de ese atipico saludo me recriminó que le hubiera quitado el automóvil, pero le recordé que ella era quien se lo había quedado pues a mi pa’ qué me servía ya en esos momentos.
No podía ser peor para mi que se asomara en ese instante su nueva pareja, quien como a cualquier cliente me preguntó si todo estaba bien con mi compra.
Dejé el lugar con las ganas de meterme algo más que alcohol y fui a casa de mi distribuidor a comprar una onza entera de perico, lo suficiente para acelerar al corazón hasta que tronara del esfuerzo.
Al regresar a mi casa, mi hermana esperaba en la puerta, todavía con lágrimas en los ojos en memoria de mi hermano.
Parecía que su silencio era la mejor herramienta para hacerme sentir mal por no haber asistido al entierro, pero el silencio fue mi mejor arma para no tener que dar explicaciones de lo que era mi vida en esos momentos.
Y en vista que ni ella ni yo pensábamos cambiar la forma de expresarnos todo lo que había que decir, a los pocos minutos salió de mi casa dejando en claro, además, cual era la condena familiar a mi atrevimiento de no estar presente cuando se me requirió.
Qué más daba si en unas horas tendrían que repetir la faena, por la que recién pasaron.
Preparé las primeras lineas y serví el primer trago, un submarino causaría mejor efecto.
Tras las dos primeras rayas llegaron, consecutivas, la tercera y la cuarta.
La quinta y la sexta fueron inmediatas al igual que la séptima, la octava, la novena y la décima y las que siguieron hasta que perdí la cuenta cuando el cerebro se desvaneció.
Sin embargo desperté como si no me hubiera metido una sola línea, ni siquiera me sudaban las manos y la nariz respiraba sin dificultad, no había moqueo ni ardor.
Otra vez la tele encendida mostraba las imagenes de varios policías alrededor de un cuerpo envuelto en una sábana que recogían, posteriormente elementos de la Cruz Roja para dejar en una ambulancia, mientras una voz en off explicaba que el cuerpo había sido hallado en esa calle yque murió a consecuencia de una sobredosis.
Decía también que versiones de algunos testigos indicaban que la persona del sexo femenino fue abandonada por un sujeto.
Ella se llamaba Martha. Mi hermana se llamaba así, Martha Estrada.
Hasta entonces caí en la cuenta del juego en el que acepté participar…
Mi madre ya estaba enterada de la tragedia y con este motivo marcó a mi número.
Esta vez prometí llegar, no para el velorio sino para platicar con ella, tenía la intención de decirle que pasaba.
Mi padre estaba recogiendo el cuerpo según la explicación de mi madre cuando entré a su casa.
Tenía, entonces, poco tiempo antes de que llegaran los familiares y amigos. No estaba para ver a nadie, sólo explicarle a mi madre lo ocurrido.
Evidentemente no creyó mi historia y la dejé sin consuelo que menguara su dolor, regresé a casa.
Una vez ahí busqué a la maldita muerte, tramposa y marrullera, que no me dictó las reglas del juego.
Ella no se presentaba y se me ocurrió arrebatarme la vida para encontrarla y echarle en cara lo que ya consideraba una injusticia.
Tomé el cuchillo de la cocina mientras calentaba el agua que dejaría en una cubeta, la cual metí en el baño para después meter mis brazos que sangraban producto del corte que realicé en mis muñecas.
El resultado fue el mismo, un desvanecimiento y cuando recobré el sentido aparecí en mi hamaca mientras en el noticiero contaban la triste historia de una mujer que perdió a sus hijos y decidió quitarse la vida por el dolor, aunque vecinos aseguraban que una persona estuvo antes con ella y que no se descartaba la hipotesis de un asesinato.
Mis muñecas no mostraban ni un rasguño.
Busqué a mi padre para explicarle como es que fui el último en ver a mamá y lo ocurrido, antes de crear sospechas.
La casa era un hormiguero, con gente entrando, acomodándose en algún rincón, para luego expresar sus condolencias a mi padre.
Mi presencia no pasó desapercibida, me volví el centro de las miradas mientras llegaba hasta el lugar donde mi padre recibía más condolencias.
Era incomodo para mí estar en ese lugar por lo que pedí a mi padre saliéramos a platicar, en otro lugar donde no sintiera esas miradas que ya me culpaban de algo.
Él fue más comprensivo y, aunque no en un cien, aceptó mi explicación de lo ocurrido en los últimos días.
Caminamos por diversas calles, mientras le planteaba la historia de mi juego con la muerte, hasta llegar a la misma avenida donde yo crucé y murió mi hermano.
En esta ocasión pasamos por el puente y en donde mi padre abrió sus brazos para estrecharme mientras me decía una y otra vez que lo entendía.
Tocaban reiteradamente a mi puerta, con ganas de tirarla.
En la tele se veía un cuerpo cubierto con una sábana blanca, que era recogido por autoridades mientras que otro controlaba el tráfico vehicular.
La toma de la camara era desde un puente, “desde el cual se arrojó el sujeto” decía la voz en off.
La puerta no callaba y mientras salía de mi asombro abrí para encontrarme con Mayra.
Me quedaba claro que la ponía en riesgo y por eso la obligué a marcharse, pero ella se obstinó y lejos de caminar a la calle se introdujo en la casa mientras decía que, al parecer era buscado por las autoridades.
Con gritos y jalones a mi ropa, Mayra quería una explicación, pero tuve el presentimiento que si le contaba todo era probable que tuviera la misma suerte que mi familia.
Guardé silencio… y de nada sirvió.
Desperté cuando varios sujetos me levantaban y mi cuerpo era arrastrado por los mismos tipos hasta un vehículo que era custodiado por otras unidades, atrás quedaba un cuerpo sobre un charco de sangre que eran fotografiados mientras otro tipo colocaba una cinta amarilla al rededor de mi casa.
Mientras era trasladado, dos de los escoltas intentaban sacarme respuestas con golpes a mi estómago y, al mismo tiempo, escuchaba esa voz en mi espalda preguntándome, una y otra vez, si aún quería jugar.
Esto te lo cuento sólo a ti, antes que te cuelgues de esa soga.
Si te vas a llevar con la muerte, te vas a llevar.
Te vas a llevar y te vas a aguantar, y no me refiero a esos juegos infantiles donde el que la cagaba tenía que aguantar la pamba y la patiza de los demás; donde el que ponía apodos estaba sujeto a ser llamado el “Chilaquil”, el “Tompiates” o el “Soruyo chintololo”.
Si te llevas con la muerte, tendrás que aguantar carrilla y de la fuerte donde las lágrimas no significan que te retiras del juego.
Esto te lo digo porque se me ocurrió jugar con ella, te lo digo porque ya vi tus intenciones de intentarlo, pero de antemano te advierto que no le ganas.
Te lo digo acá entre nos, no pa’ que se lo cuentes a otros sino para que de aquí no salga.
Y te lo digo porque tú sí conociste a Mayra, la que era mi esposa.
Sí, aquella que me dejó por el Javier, cuando al tipo lo ascendieron a gerente en el súper.
Ese día, cuando me mandó al carajo, yo tomé más de lo habitual. No sólo tomé más, también lo combiné; mi estómago recibió una mezcla de chela con vodka y tequila, creo que hasta wisky y gin.
Tomé hasta morir porque quería morir e invoqué a la muerte para esto.
Creerás que la desgraciada escuchó mi petición.
Ella paso por mi casa en la noche, unas horas despúes que inicie con la tomada, yo salí del antro con el único propósito de llegar a mi casa, a la hamaca. No a dormir, por supuesto, sino a enredarla en mi cuello y que mi voluntad hiciera el resto.
Iba bien, a pesar de que el oxígeno ya no llegaba a mis pulmones, no tenía la intención de ponerme de pie para aflojar la presión…
Fue cuando sentí un golpe en la espalda, no muy fuerte, pero lo suficiente para sacarme de la labor que me ocupaba.
No te puedo describir cómo era el ente, porque estaba a mi espalda, obligándome a ver al frente, sin poder girar el cuello para verla.
Pero sí la escuchaba, una voz como cualquier otra, ni siquiera que me susurrara al oído para sentir el vacío de su aliento, era como yo te hablo ahora.
“Jugaremos a morir”, fue lo primero que dijo, “¿quieres jugar?”
No me preguntó por qué quería quitarme la vida, sólo si quería jugar.
“Sí”, qué más daba si el resultado al final sería el mismo para mí.
Por eso no me detuve a pensar o meditar cuál era el propósito del juego, lo acepté así sin más.
Y eso fue lo único que hablamos, cuando pude girar el rostro ya no había más que mis muebles de siempre, las botellas que deje regadas en el suelo cuando entré a mi cuarto y mi perro “Slapy”, tieso y con las patas estiradas.
Al recoger al perro, para dejarlo en algún terreno, observé que un hueso se le había atorado en el gañote lo que provocó que muriera de asfixia.
Ya no regresé al trabajo, confiado en que en cualquier momento donde me atrapara la muerte bienvenida sería.
Pase varias horas encerrado en la habitación, sin comer o tomar líquido alguno, pero no ocurría nada y desesperé y morí, pero de aburrimiento.
Salí a la calle con el mismo ánimo con el que la noche anterior había entrado a casa.
Por eso, al llegar a la avenida, no me importó la luz en rojo ni los claxons advirtiendo el riesgo que corría.
Lo último que vi fue el frente de un carro que me empujaba y hacía volar algunos metros…
Cuando recobré el conocimiento seguía en mi cuarto, en mi hamaca.
Pareciera que no salí y que fui presa de un sueño de lo más real.
La tele estaba encendida, pero tampoco recordaba si la había prendido. Transmitían el noticiero y en este hablaban de un accidente en el que una persona había perdido la vida cuando un vehículo no respeto el alto del semáforo e impactó a una persona de 24 años, originario del Distrito Federal y que en vida respondió al nombre de Rubén Estrada, de acuerdo con su credencial de elector.
Rubén era mi hermano. Aún no entendía que hacía él en mi lugar.
El sonido del celular me impidió que lo pensara un poco.
Mamá, desconsolada, me informaba lo que recién vi en el televisor.
No fui al velorio ni al entierro, no me sentía con animos de ver a la gente llorar para hacerme a la idea de cómo lo harían cuando se enteraran que tomé el conocido “atajo”.
En cambio salí al súper a comprar algo de alcohol porque eso de esperar sin nada a la muerte era aburrido en extremo.
En el súper compré dos tequilas y una canastilla de cerveza, lo cual consideraba suficiente para que llegara la muerte a recogerme.
No esperaba ver a Mayra en la caja por lo que acerté a decir que ni siquiera la habían ascendido a jefa de cajeras.
A cambio de ese atipico saludo me recriminó que le hubiera quitado el automóvil, pero le recordé que ella era quien se lo había quedado pues a mi pa’ qué me servía ya en esos momentos.
No podía ser peor para mi que se asomara en ese instante su nueva pareja, quien como a cualquier cliente me preguntó si todo estaba bien con mi compra.
Dejé el lugar con las ganas de meterme algo más que alcohol y fui a casa de mi distribuidor a comprar una onza entera de perico, lo suficiente para acelerar al corazón hasta que tronara del esfuerzo.
Al regresar a mi casa, mi hermana esperaba en la puerta, todavía con lágrimas en los ojos en memoria de mi hermano.
Parecía que su silencio era la mejor herramienta para hacerme sentir mal por no haber asistido al entierro, pero el silencio fue mi mejor arma para no tener que dar explicaciones de lo que era mi vida en esos momentos.
Y en vista que ni ella ni yo pensábamos cambiar la forma de expresarnos todo lo que había que decir, a los pocos minutos salió de mi casa dejando en claro, además, cual era la condena familiar a mi atrevimiento de no estar presente cuando se me requirió.
Qué más daba si en unas horas tendrían que repetir la faena, por la que recién pasaron.
Preparé las primeras lineas y serví el primer trago, un submarino causaría mejor efecto.
Tras las dos primeras rayas llegaron, consecutivas, la tercera y la cuarta.
La quinta y la sexta fueron inmediatas al igual que la séptima, la octava, la novena y la décima y las que siguieron hasta que perdí la cuenta cuando el cerebro se desvaneció.
Sin embargo desperté como si no me hubiera metido una sola línea, ni siquiera me sudaban las manos y la nariz respiraba sin dificultad, no había moqueo ni ardor.
Otra vez la tele encendida mostraba las imagenes de varios policías alrededor de un cuerpo envuelto en una sábana que recogían, posteriormente elementos de la Cruz Roja para dejar en una ambulancia, mientras una voz en off explicaba que el cuerpo había sido hallado en esa calle yque murió a consecuencia de una sobredosis.
Decía también que versiones de algunos testigos indicaban que la persona del sexo femenino fue abandonada por un sujeto.
Ella se llamaba Martha. Mi hermana se llamaba así, Martha Estrada.
Hasta entonces caí en la cuenta del juego en el que acepté participar…
Mi madre ya estaba enterada de la tragedia y con este motivo marcó a mi número.
Esta vez prometí llegar, no para el velorio sino para platicar con ella, tenía la intención de decirle que pasaba.
Mi padre estaba recogiendo el cuerpo según la explicación de mi madre cuando entré a su casa.
Tenía, entonces, poco tiempo antes de que llegaran los familiares y amigos. No estaba para ver a nadie, sólo explicarle a mi madre lo ocurrido.
Evidentemente no creyó mi historia y la dejé sin consuelo que menguara su dolor, regresé a casa.
Una vez ahí busqué a la maldita muerte, tramposa y marrullera, que no me dictó las reglas del juego.
Ella no se presentaba y se me ocurrió arrebatarme la vida para encontrarla y echarle en cara lo que ya consideraba una injusticia.
Tomé el cuchillo de la cocina mientras calentaba el agua que dejaría en una cubeta, la cual metí en el baño para después meter mis brazos que sangraban producto del corte que realicé en mis muñecas.
El resultado fue el mismo, un desvanecimiento y cuando recobré el sentido aparecí en mi hamaca mientras en el noticiero contaban la triste historia de una mujer que perdió a sus hijos y decidió quitarse la vida por el dolor, aunque vecinos aseguraban que una persona estuvo antes con ella y que no se descartaba la hipotesis de un asesinato.
Mis muñecas no mostraban ni un rasguño.
Busqué a mi padre para explicarle como es que fui el último en ver a mamá y lo ocurrido, antes de crear sospechas.
La casa era un hormiguero, con gente entrando, acomodándose en algún rincón, para luego expresar sus condolencias a mi padre.
Mi presencia no pasó desapercibida, me volví el centro de las miradas mientras llegaba hasta el lugar donde mi padre recibía más condolencias.
Era incomodo para mí estar en ese lugar por lo que pedí a mi padre saliéramos a platicar, en otro lugar donde no sintiera esas miradas que ya me culpaban de algo.
Él fue más comprensivo y, aunque no en un cien, aceptó mi explicación de lo ocurrido en los últimos días.
Caminamos por diversas calles, mientras le planteaba la historia de mi juego con la muerte, hasta llegar a la misma avenida donde yo crucé y murió mi hermano.
En esta ocasión pasamos por el puente y en donde mi padre abrió sus brazos para estrecharme mientras me decía una y otra vez que lo entendía.
Tocaban reiteradamente a mi puerta, con ganas de tirarla.
En la tele se veía un cuerpo cubierto con una sábana blanca, que era recogido por autoridades mientras que otro controlaba el tráfico vehicular.
La toma de la camara era desde un puente, “desde el cual se arrojó el sujeto” decía la voz en off.
La puerta no callaba y mientras salía de mi asombro abrí para encontrarme con Mayra.
Me quedaba claro que la ponía en riesgo y por eso la obligué a marcharse, pero ella se obstinó y lejos de caminar a la calle se introdujo en la casa mientras decía que, al parecer era buscado por las autoridades.
Con gritos y jalones a mi ropa, Mayra quería una explicación, pero tuve el presentimiento que si le contaba todo era probable que tuviera la misma suerte que mi familia.
Guardé silencio… y de nada sirvió.
Desperté cuando varios sujetos me levantaban y mi cuerpo era arrastrado por los mismos tipos hasta un vehículo que era custodiado por otras unidades, atrás quedaba un cuerpo sobre un charco de sangre que eran fotografiados mientras otro tipo colocaba una cinta amarilla al rededor de mi casa.
Mientras era trasladado, dos de los escoltas intentaban sacarme respuestas con golpes a mi estómago y, al mismo tiempo, escuchaba esa voz en mi espalda preguntándome, una y otra vez, si aún quería jugar.
Esto te lo cuento sólo a ti, antes que te cuelgues de esa soga.
martes, 27 de noviembre de 2007
DAVID Y LA SIRENA
POR FERNANDO MORCILLO
David llegó de Neza con la esperanza de ver realizado su sueño en estas playas del caribe, en esta Playa del Carmen que, según las noticias que me llegaban del centro del país, era uno de esos lugares donde todo sucede.
Lo conocí una noche mientras tomaba su caguama en el muelle. Me convidó de su cerveza y platicamos un rato.
Acababa de llegar y no tenía donde pernoctar, así que por el detalle de compartir su chela conmigo, lo invité a alojarse una temporada en mi cuarto.
Pronto encontró trabajo en una pizzería y su primer sueldo lo gastó en un equipo de snorkel el cual utilizaba todos los días para buscar sirenas en el mar.
Sí, el máximo sueño de David era conocer una sirena que lo amara y se lo mamara todas las noches.
No entendía estas creencias de su parte y mejor trataba de inculcarle amor y placer por las hembras de verdad, de las que se pasean todos los días, casi desnudas, por la playa. Pero David no se conformaba con este tipo de relaciones heterosexuales, ya fuera con una mujer nacional o una extranjera; estaba seguro de encontrar a su sirena.
Diariamente, a las seis de la mañana, salía a la playa para regresar después del mediodía a comer y, posteriormente, arreglarse y salir, nuevamente, a su trabajo.
Por las noches, culminada nuestra jornada laboral, nos comprábamos un par de caguamas que nos acompañaran en la playa mientras observábamos las olas en espera de que se asomara una sirena.
En estos encuentros, en algunas ocasiones, solía preguntarle si, de veras de veras, no prefería saborear el himen, la vagina real y palpable de cualquier mujer que lo ayudara a olvidar su fantasía, pero él se aferraba a la creencia de las sirenas y me recomendaba leer La Odisea para que, entre líneas, entendiera el sueño real de Homero, pues si aludía a las sirenas, argumentaba, es porque le había tocado conocer alguna.
Después de tres meses de vivir conmigo, mi compañero de cuarto nunca mostró signos de desesperación, fatiga o fastidio; fiel a su ritual se iba en la mañana a snorkelear para regresar al mediodía con la idea de que al siguiente aparecería su sirena.
Una noche, mientras tomaba de la caguama, en son de broma le pregunté si el día que encontrara a su sirena utilizaría una navaja para hacerle un orificio donde meter su miembro. Muy serio, contestó que el no quería cogerse a la sirena, pero sí deseaba que la sirena le chupara el pito... ¡Sirenas mamadoras! ¡De veras me caía bien David!
Pero una tarde, ya no regresó...
Pensé que se había ahogado o que, de plano, se sintió ridículo de no encontrar sirenas y se regresó a su Neza o que tal vez una hembra de verdad se lo había llevado a la cama y sacado de sus sueños...
No encontré respuestas, él, simplemente, no apareció.
Y lo peor para mí es que lo extrañaba de verdad, pues ya me había acostumbrado a las noches caguameras en la playa y a comer pizza gratis todos los días.
Al cabo de 10 días, cuando empezaba a acostumbrarme a su ausencia, en un diario local salió la noticia de un cuerpo encontrado en Cozumel, en graves condiciones, casi a punto de morir.
Suponían, los que lo encontraron, que tal vez la corriente lo arrastró y no pudo regresar a tierra, nadie supo decir cómo logró llegar a la isla, pero estaba vivo y lo fui a buscar a Cozumel.
Cuando reaccionó, días después, no sabía nada de lo ocurrido.
Yo no estaba dispuesto a perder su amistad y las pizzas gratis por una pinche sirena irreal, así que le conté una mentira, de esas piadosas, que lo hiciera sentir realizado su sueño.
Le expliqué que una sirena lo había jalado al sentirse tan deseada por un ser humano y que lo arrastró al fondo del mar para conocerlo; que lo tuvo con ella, pero como no podía tenerlo toda la vida, lo devolvió a la tierra.
David se creyó el chisme y se convirtió en la persona más feliz del mundo. Sólo lamentaba no acordarse de nada...
Como toque final a mi mentira, le dije que la persona que lo recogió en la playa, escuchó decir a la sirena algo como "fue la mamada de pito más sensacional de mi existencia"... ¡David estalló de felicidad!
Hace una semana se fue de nuevo a la playa. Llevaba un anillo de oro en la mano, la intención de pedirle matrimonio en la cabeza y una firme convicción de no volver sin la sirena.
Hace una semana, entonces, que espero su regreso o que, de menos, llegue otra persona que también trabaje en una pizzería.
David llegó de Neza con la esperanza de ver realizado su sueño en estas playas del caribe, en esta Playa del Carmen que, según las noticias que me llegaban del centro del país, era uno de esos lugares donde todo sucede.
Lo conocí una noche mientras tomaba su caguama en el muelle. Me convidó de su cerveza y platicamos un rato.
Acababa de llegar y no tenía donde pernoctar, así que por el detalle de compartir su chela conmigo, lo invité a alojarse una temporada en mi cuarto.
Pronto encontró trabajo en una pizzería y su primer sueldo lo gastó en un equipo de snorkel el cual utilizaba todos los días para buscar sirenas en el mar.
Sí, el máximo sueño de David era conocer una sirena que lo amara y se lo mamara todas las noches.
No entendía estas creencias de su parte y mejor trataba de inculcarle amor y placer por las hembras de verdad, de las que se pasean todos los días, casi desnudas, por la playa. Pero David no se conformaba con este tipo de relaciones heterosexuales, ya fuera con una mujer nacional o una extranjera; estaba seguro de encontrar a su sirena.
Diariamente, a las seis de la mañana, salía a la playa para regresar después del mediodía a comer y, posteriormente, arreglarse y salir, nuevamente, a su trabajo.
Por las noches, culminada nuestra jornada laboral, nos comprábamos un par de caguamas que nos acompañaran en la playa mientras observábamos las olas en espera de que se asomara una sirena.
En estos encuentros, en algunas ocasiones, solía preguntarle si, de veras de veras, no prefería saborear el himen, la vagina real y palpable de cualquier mujer que lo ayudara a olvidar su fantasía, pero él se aferraba a la creencia de las sirenas y me recomendaba leer La Odisea para que, entre líneas, entendiera el sueño real de Homero, pues si aludía a las sirenas, argumentaba, es porque le había tocado conocer alguna.
Después de tres meses de vivir conmigo, mi compañero de cuarto nunca mostró signos de desesperación, fatiga o fastidio; fiel a su ritual se iba en la mañana a snorkelear para regresar al mediodía con la idea de que al siguiente aparecería su sirena.
Una noche, mientras tomaba de la caguama, en son de broma le pregunté si el día que encontrara a su sirena utilizaría una navaja para hacerle un orificio donde meter su miembro. Muy serio, contestó que el no quería cogerse a la sirena, pero sí deseaba que la sirena le chupara el pito... ¡Sirenas mamadoras! ¡De veras me caía bien David!
Pero una tarde, ya no regresó...
Pensé que se había ahogado o que, de plano, se sintió ridículo de no encontrar sirenas y se regresó a su Neza o que tal vez una hembra de verdad se lo había llevado a la cama y sacado de sus sueños...
No encontré respuestas, él, simplemente, no apareció.
Y lo peor para mí es que lo extrañaba de verdad, pues ya me había acostumbrado a las noches caguameras en la playa y a comer pizza gratis todos los días.
Al cabo de 10 días, cuando empezaba a acostumbrarme a su ausencia, en un diario local salió la noticia de un cuerpo encontrado en Cozumel, en graves condiciones, casi a punto de morir.
Suponían, los que lo encontraron, que tal vez la corriente lo arrastró y no pudo regresar a tierra, nadie supo decir cómo logró llegar a la isla, pero estaba vivo y lo fui a buscar a Cozumel.
Cuando reaccionó, días después, no sabía nada de lo ocurrido.
Yo no estaba dispuesto a perder su amistad y las pizzas gratis por una pinche sirena irreal, así que le conté una mentira, de esas piadosas, que lo hiciera sentir realizado su sueño.
Le expliqué que una sirena lo había jalado al sentirse tan deseada por un ser humano y que lo arrastró al fondo del mar para conocerlo; que lo tuvo con ella, pero como no podía tenerlo toda la vida, lo devolvió a la tierra.
David se creyó el chisme y se convirtió en la persona más feliz del mundo. Sólo lamentaba no acordarse de nada...
Como toque final a mi mentira, le dije que la persona que lo recogió en la playa, escuchó decir a la sirena algo como "fue la mamada de pito más sensacional de mi existencia"... ¡David estalló de felicidad!
Hace una semana se fue de nuevo a la playa. Llevaba un anillo de oro en la mano, la intención de pedirle matrimonio en la cabeza y una firme convicción de no volver sin la sirena.
Hace una semana, entonces, que espero su regreso o que, de menos, llegue otra persona que también trabaje en una pizzería.
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